El último descendiente

Entras en la cafetería un poco angustiado. Justo en la esquina de la calle, un yonqui te ha espetado algo que el chip de tu cerebro ha traducido como un «y tú qué coño miras», aún con la jeringa colgando del brazo. 

Te acercas a la barra y pides unos pastéis de Belem y un buen café. El camarero sonríe y tú te sientes muy, pero que muy tonto. Es de las pocas cosas buenas que trajo la herencia portuguesa a la vieja castilla: un café que te mueres.

Te escapas corriendo al baño y, cuando vuelves, te encuentras tu cafecito ya en una mesa. Los pasteles de nata tienen aspecto delicioso. Das las gracias y te sientas a disfrutar del merecido desayuno. Te percatas del papel doblado bajo la taza y te entra la mala leche. De verdad, ya empieza a cansarte la tontería.

Miras al camarero. No te fías, pero actúas con normalidad. Como si nada, te abandonas a tu vicio inconfesable, el dulce. Cuando acabas, pagas, tiras la nota sin ni siquiera haberla mirado y te vas. No dejas propina y te da igual. No es tu herencia española, es que los mensajitos te han sacado de tus casillas. Te frustra aún más que el incidente de la calle.

Regresas a casa y preparas la bañera para tomar un baño relajante. Apagas la luz y vas a coger algunas toallas al armario del pasillo. Cuando vuelves, otra puñetera notita sobre el estante del espejo. La haces un gurruño y lo tiras por la ventana. Estás harto, ni en tu casa te dejan tranquilo, de verdad. Te importa un bledo lo que hicieron o no tus antepasados, lo único que quieres es que te dejen hacer tu vida, que te dejen en paz.

Te quitas la ropa y te zambulles en el agua calentita. Logras la titánica tarea de relajarte lo suficiente como para quedarte dormido. Hasta que el chip envía a tu cerebro un mensaje de alerta.

Boa tarde. —Al quitarte el antifaz ves a dos hombres y una mujer. Intentas ser lo más frío posible: si lo que quieren es intimidarte metiéndose en tu baño cuando estás desnudo, lo llevan claro.

—Buenas tardes.

—¿Es todo lo que tenéis que decir? ¿Tantas notitas para decirme «buenas tardes»?

—En realidad, sí. No nos hace falta que hablar, sólo que vengas con nosotros…

—No voy a ayudar al Ministerio a que Colón llegue a América. ¡Soy Cristóbal Montoro! El Colón me queda muy atrás en los apellidos. Y estamos en 2492… No podéis obligarme a hacer algo que no quiero. Además, seguro que los nativos estuvieron mejor sin nosotros.

La mujer se encoge de hombros, el grandote se lanza sobre ti y te duerme. Mientras pierdes la conciencia escuchas una conversación que te aterra: no quieren que convenzas a nadie. Tu ancestro ha muerto antes de tiempo y tú eres su último descendiente vivo. Tienes que suplantarle, o un tal Cristiano Ronaldo nunca jugará al fútbol.

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Nota de la autora

Este relato no participa en el concurso Inventízate III. El caso es que tenía muchas ganas de escribir algo así y no he podido contenerme. Obvio, soy coherente con mis ideas: no lo mandé porque sigo siendo evaluadora, pero al menos me lo he sacado de dentro.