Presunción de inocencia III

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Trice se escabulló, discreta, entre la multitud que aguardaba cerca de los portones de madera nada más dar por concluida la misa del Padre Andrés. Sus tíos aún tardarían un buen rato en despedirse de tanta gente, era el momento perfecto para perderse por ahí sin que la echaran demasiado en falta. Pidiendo disculpas en bajito, la chiquilla consiguió abrirse paso entre los feligreses y salir a respirar un poco afuera. Caminó hasta el otro lado de la placita y se detuvo a contemplar el frontispicio unos instantes.

No era la más bonita de París, como tampoco había sido nunca la más concurrida. Y, sin embargo, eso cambió cuando la joven condesa de Villette la eligió como parroquia de referencia: entonces todos sus conocidos también quisieron asistir allí a los oficios. Bien es cierto que atendía a misas en otros lugares —como a la capilla de palacio o a Nuestra Señora— por compromiso, la mayor parte de veces. Mas siempre que podía, acudía a escuchar los sermones inspirados del párroco que la bautizó. El mismo que enterró a su madre una vez la trajo al mundo, a su abuelita y a su querido papá. Le tenía gran afecto al Padre Andrés, cómo no tenérselo si la había acompañado en los momentos más duros e inciertos.

Y, en cierta manera, allí se sentía como si volviera a estar con ellos, en su presencia. No se le permitía visitar el camposanto (o sus lápidas) siempre que quería o tenía necesidad de verlos. En cambio, sí que la alentaban a ir a misa. Y allí, en Saint Sevérin, escuchando la voz grave y profunda del páter la acribillaban los recuerdos. Se le venían a la cabeza los paseos eternos por las arquerías, los asaltos a la sacristía en busca de paz de espíritu… Todas esas tardes sentados los dos en los banquitos silenciosos cuando murió la abuela María, con la triste luz que se colaba por las vidrieras como única iluminación, haciendo ambos buena cuenta en el uso de sus rosarios. Porque había sido su papá quién le había enseñado a rezarlo, con mucha paciencia, de la misma manera que ella se afanaría en enseñarnos años más tarde a nosotros.

En todo esto pensaba la condesita, sin dejar que la tristeza hiciera mella en su ánimo ni un ápice. Se esforzó en todo caso en centrar esos sentimientos que amenazaban con sobrecogerla, en concentrarlos y usarlos en buscar maneras de resultar más cautelosa en su misión. Intentando pasar todo lo desapercibida que el extravagante traje bermejo le permitía, Bèatrice caminó sin prisa, jugueteando con el parasol. Que si ahora lo giraba en el sentido de las manecillas del reloj, que si ahora se aburría y lo hacía al revés… Paseaba haciéndose la despistada. Miraba baratijas en el mercado mientras se acercaba, como quien no quiere la cosa, a las ruinas de una antigua posada que en tiempos había ardido hasta los cimientos y de la que sólo se conservaba parte de los muros exteriores de dura piedra. Bueno, los muretes y una higuera bien frondosa. Y, vive Dios, lo que le gustaban los higos bien maduros a su tío Guillaume. Le hacían olvidar hasta los regaños por escaparse de misa y deambular por ahí sola.

—Llegáis tarde. —Medio oculto de miradas indiscretas por la piedra renegrida esperaba un mosquetero con gesto mohíno—. Y me haréis llegar tarde a mí.

—¡Vaya humor el vuestro! ¿Son esas vuestras ganas de encontrarnos, Jean Armand? ¡No! Es imposible que llegue tarde porque acaba de terminar la misa de siete. Pero si preferís encontraros con quien sea que os reclama, no seré yo quien os impida reuniros. Corred, ¡corred he dicho! No se cansen de esperaros unos ojos bonitos, que yo recogeré mis higos y marcharé también.

Trice cerró iracunda el parasol dorado y lo dejó descansando apoyado de canto sobre la corteza lisa del árbol. Se quitó los guantes muy despacio, ante la mirada atenta del joven. Una mirada tan difícil de leer que la llevaba a equívocos con frecuencia, más aún en el estado de nervios en el que se encontraba. Alzó el brazo y alcanzó un fruto que prácticamente se le deshacía entre los dedos.

El mosquetero debió reflexionar, porque al verla se agachó y recogió una bolsita de tela blancuzca manchada un poco de tierra.

—Perdonadme, os lo ruego —se limitó a decir ofreciéndosela a modo de disculpa. Trice la abrió y encontró en lo que se había entretenido él durante su ausencia: por la cantidad de higos que había dentro, el muchacho llevaba un buen rato esperando—. Espero sean suficientes.

—Lo son —respondió ella, de manera casi automática pensando más en las disculpas que en los higos, perdida en la mirada tímida del chico. ¿Había acaso algo que no pudiera perdonarle? Hizo grandes esfuerzos para contenerse y no morderse el labio inferior, no habría resultado muy elegante en una señorita. Y habría delatado lo cerca que estaba Bèatrice de dejarse llevar. Había rememorado su primer beso… ¿cuántas veces? Había perdido ya la cuenta. Daba lo mismo, necesitaba otro que atesorar para días venideros: había probado el sabor de sus labios y era como el dulzor de los higos para su tío, no podía evitar caer en la tentación de repetir.

—Añadiré en cuanto al soborno —dijo, rompiendo el silencio que comenzaba a fraguarse—, que no ha sido más que un acto egoísta, Trice. No hay más ratos que arañar al día para vernos y me niego a tener que pasarlos persiguiéndoos mientras danzáis alrededor de una higuera.

—Me parece bien. Comed. Os lo habéis ganado. —Le tendió el que aún tenía en la mano, ése que ella misma había recogido. Treville lo miró casi con asco.

—No soy muy dado a… —intentó excusarse.

—Este os gustará, os lo prometo. Pensad que lo he recogido yo: si me amáis os gustará. Si no es así, siempre podréis probar cuando os miren otros ojos bonitos.

No dejó otra opción a Jean Armand: se lo metió a la boca con el único propósito de tener algo más de tiempo y pensar una contestación que acallara sus estúpidos celos de una vez. Fingiría que lo adoraba si con eso demostraba que la quería, aunque le supiera a rayos. Y después… después le robaría un beso, para despejar todas las dudas de ella y acallar sus propios anhelos. Sólo que, de nuevo (y empezaba ya a resultar costumbre), la muchacha se le adelantó.

Que tenía un hambre atroz fue la excusa perfecta para perderse de nuevo en la boca de su mosquetero, aún más dulce de lo que recordaba, dejando que rodeara su cintura con ambos brazos.

—He de irme —intentó excusarse en vano, arrepintiéndose de cada palabra nada más ser pronunciada—. Me esperan los bonitos ojos grises del Capitán. Nos ha citado en el despacho antes de la cena.

—¿Qué habéis hecho?

—Nada. Trice, de verdad… Os lo prometo, no he hecho nada.

—¿Entonces? ¿Para qué os cita? —no podía ocultar que el fastidio, aunque los bonitos ojos que esperaban a su mosquetero fuesen los de su Capitán. Sentía que cada vez sus encuentros eran más fugaces y eso la disgustaba. Después de todo ella iba a enfrentarse a una buena reprimenda por esos efímeros instantes… ¿no podía él hacer lo mismo? Se reprendió mentalmente por malgastar esos valiosos momentos a solas, escasos y preciosos.

—Puede que haya escuchado chismes de que Bouchard le dio un escarmiento al nuevo, pero es mentira, Trice, y yo no tengo nada que ver. Te quiero, de verdad. Aunque tenga que irme, te quiero. Te quiero.

Siguió diciéndole que la quería, muy cerca, haciéndose perdonar a besos. Trice no tuvo más remedio que resignarse: por mucho que hubiera deseado quedarse más tiempo, era consciente de que el mosquetero no podía partirse por la mitad. Y no era conveniente enfadar al Capitán Trudeau. La única perspectiva de estar juntos venía de la mano de una brillante carrera militar y mucha, muchísima, suerte.

—Y yo también —susurró tras un último beso furtivo, hurtado casi a las bravas al verlo marchar.