Presunción de inocencia II

Bèatrice atravesó el arco que separaba el patio de armas de los jardines exteriores conteniéndose, intentando que sus propios pies no echaran solos a correr, pero en cuanto vio al mosquetero bien plantado junto a la celosía cuajadita de rosas blancas no pudo retenerlos más y tuvo que dejarlos a su aire. Por unos efímeros instantes creyó perder la estabilidad que le ofrecían las firmes losetas del camino: aún sin tener las alitas del mensajero Hermes, las suelas de sus zapatos no parecían querer rozar el suelo.

—Señor —susurró coqueta, fingiendo una decente indignación que no sentía y que por otra parte negaba categóricamente la gran sonrisa que le fue imposible ocultar a su acompañante—, debisteis esperar a mañana, a la salida de misa. Es más seguro, aquí pueden descubrirnos.

—¿Queréis que me vaya? —Por su gesto podría pensarse que el mosquetero estaba siendo socarrón: tal vez era esa sonrisa suya a media asta, o quizás lo motivaba el hecho de que una grande de Francia casi se había torcido un tobillo a causa de las incontrolables ganas de encontrarse a su lado. Pero no, no era así en modo alguno. Y los avezados a pensar tales insensateces pecarían de no conocer en verdad a Treville.

—¡No! ¡No! Claro que no, por supuesto que no. —Bèatrice tomó sus manos con delicadeza y bajó la mirada arrepentida, con el temor de haberle enfadado de nuevo con las ya perennes reticencias a sus encuentros clandestinos. No nos engañemos, a la chiquilla tampoco le gustaba andarse con tanto misterio y por supuesto que ansiaba de veras verle…  mas no podían ser descubiertos.

Le encantaría gritar a los cuatro vientos cuánto le amaba. Y sabía, además, lo importante que era para él: mostrarle de algún modo que no le era indiferente, que le quería muchísimo. Poco importaba la locura que les condenó a las pocas jornadas de siquiera mirarse, los escasos ratos que arañaban juntos al tiempo, la insultante juventud de ella. Se sentía culpable por tener que obligarle a verse a escondidas, pero no podía alimentar los chismes. Su título le llegaba a pesar como una losa en este aspecto.

—Bien… porque dudo que hubiera podido esperar a mañana, Trice.

Fue valiente y al fin se decidió a llamarla como tantas veces le había pedido que lo hiciera. «Trice» en sus labios sonaba a música. A Jean Armand se le escapó una sonrisilla nerviosa —acababa de reconocer abiertamente que se moría por verla—, pero ella contuvo el aliento en el pecho. No supo si un instante o una eternidad, porque se hallaba perdida en un mar cálido y cristalino. Los iris del mosquetero se le asemejaban al mar Caribe que su tío Guillaume, el explorador, le había descrito tantas veces en sus historias. Estaban tan cerca, tan juntos, tan perdidos el uno en la otra y la otra en el uno, que bien sencillo hubiera resultado para el mosquetero robar un beso.

Ni que decir tiene que con tal declaración, la joven condesa, enamorada hasta el tuétano de cada palabra y gesto suyo, esperaba fervientemente el asalto. Pero uno no puede ser lo que no es en su naturaleza, y el que ahora conocemos como Señor de Trois Villes fue y será siempre un caballero.  Bèatrice tuvo que conformarse con una caricia en el rostro y un beso casto en el dorso de la mano.

Aprovechando la circunstancia, Jean Armand la arrastró hacia el banco de madera blanca tras ellos. Se sentaron muy juntos, protegidos de intrépidas miradas por la celosía, las rosas y los arbustos en flor. Hablaron de todo y de nada, felices simplemente por la mera existencia del otro. Una discreta luna fue testigo de cómo se quisieron, despreocupados, todo lo que la decencia les permitió.

—Esperad. —Treville se adelantó a sus deseos y se levantó a cortar él mismo el tallo de una de las rosas. Hizo algo que no pudo ver bien y se la entregó—. Tened, ahora sí es merecedora de vuestro tacto.

—¿Habéis quitado las espinas? —Se sintió desfallecer. Miró a los alrededores y, al comprobar que no eran observados, se decidió a hacer algo totalmente inadecuado pero que se moría por probar.

—Por supuesto que… —Sin previo aviso, sin que Jean Armand pudiera imaginarse lo que su adorada Trice planeaba, la condesa retiró con cuidado la cortina de rizos dorados que ocultaban su rostro y lo acalló con un beso.

Sólo contaba diecisiete primaveras y nula experiencia en asuntos de amores. De hecho, si nos apegamos a la tradición, la señorita debería haber esperado a que el caballero de brillante armadura se atreviera a dar el paso. Pero no pudo. Sencillamente, necesitaba sentir sus labios suaves. Mostrarle que, aunque no podía pregonarlo, lo amaba tanto como para dejar de lado la cordura y la educación durante el tiempo que duró la inconsciencia.

Fue un beso suave, dulce, delicado y algo torpe, como suelen ser los primeros besos. También fue esperado y desesperado, y tan especial como para que Treville lo guardara en la memoria muchos años y recuperara el recuerdo durante una de nuestras guardias. «Tu madre no ha sido siempre así», me dijo entonces con infinita tristeza. Y añadió, lacónico, que a su Trice le terminaron pudiendo los palos; intentando hacerme ver que la condesa también tenía un corazón.

 

—¡Bèatrice! —un grito atronador les asustó. Guillaume había salido a buscar a su sobrina, tenían que despedirse.

—Te quiero —fue lo único que acertó a decir Jean Armand, confuso, cuando sus bocas se separaron. Apoyó su frente en la de ella con desesperación. Precisamente él no había querido besarla por miedo a ese momento. No podía separarse de ella: Monsieur Blanchard seguía buscándola pero ninguno quería marcharse.

—Lo sé. —Volvió a besarle de nuevo, consciente de que alargaba más su agonía—. Espérame mañana en el claro de las higueras. Frente a…

Saint Sèverin.