Las lágrimas de Apaksha

Ahmed amaneció aquel día perdido en unos ojos muy azules, los de su Ára. Le miraba con interés tras el filo de unas pestañas cortísimas y negrísimas, que hacían de sus ojitos enormes mares cristalinos. Abrazaba a su madre con ambas manitas mientras mamaba, tan fuerte que parecía que temía —no sin razón, quizás— que se la fueran a quitar. Rhita acariciaba su espalda blanquita y suave, tranquilizándola. Gracias a la Diosa, no había sacado su piel tostada: sin llegar a ser tan nívea como la de su madre, al menos no parecía muy sureña.

Al darse cuenta de que había despertado al fin, la joven madre giró la cabeza en su dirección. Acomodando la marea de rizos dorados como el sol, la que nunca sería su esposa se acercó mucho a su rostro y alzó la mano con que no sostenía a la chiquitina. Buscándose en sus ojos oscuros, Rhita acarició con la punta de los dedos los pelillos de una barba algo escasa. Apenas si le deseó buenos días, poca cosa en sí, pero los ojos verdes de ella le pidieron un beso y él la besó con la mirada. Y con la boca. Y con el alma. Habían sobrevivido un día más. Juntos. Los tres. Eso era todo lo que importaba.

—Ára cumplirá el año el mes que viene. —Rompió ella el beso tierno, entre sonrisas resplandecientes y orgullosas—. Un añito desde que vio por primera vez la luz del sol.

—Lo sé —se limitó a contestar arrimándose aún más a ella. Sabía lo que venía después y que, si la decía que no pero la abrazaba, sería incapaz de enfadarse.

—Ahmed… Ha pasado un año ya. Y sé que… Quiero otro.

Por suerte para el hití, Ára soltó sin querer el pecho de su madre y estalló en llanto, poniéndolos a todos aún más nerviosos.

—Ya, mi vida, deja de llorar. No querrás que la Diosa se enfade con nosotros por ingratos ¿verdad, tesoro? No podemos desperdiciar así el regalo que nos hizo… —Apaciguó a la muchachita, pero su madre no parecía darse por vencida—. Yo también quiero, Rhita, no pienses que no lo deseo. Yo sueño con otra pequeñina, igual de bonita que Ára y que tú.

—¡Acabáramos! ¡Es eso! Temes que si tenemos otro bebé tenga rasgos hitíes… ¿Y qué, Ahmed? Eres su padr…

—¡Por las lágrimas de la Diosa, Rhita! ¡Por supuesto que no es eso! —mintió. No sabía cómo se había dejado liar con Ára pero al menos con ella tenía el consuelo de si las cosas se salían de madre, ambas encontrarían refugio en el norte—. ¿Vas a negarme que la vida que llevamos es como para no tener más? Pasamos la mayor parte del tiempo escondiéndonos, peregrinando de acá para allá a la caza del próximo manantial.

—Eso no es excusa…

—Rhi…

—¡Ni Rhita ni gaitas! Quiero otro bebé. Porque te quiero y quiero a nuestra Ára, y no quiero que crezca ella solita. Y si su hermanito saca de su padre algo más que el genio y los malos prontos estaré la mar de contenta —intentó contestar, pero no pudo. No le salían las palabras—. Y en cuanto a nuestra vida… No somos fugitivos a causa del agua. No importa lo que digan ahí fuera, Ahmed. Tú no robaste nada a Apaksha. Esta sacerdotisa está contigo por voluntad propia.

—Claro que importa, Rhita, porque para tu pueblo los hitíes ya éramos ladrones… y debo ser yo el príncipe de todos ellos.

—‘Med… No quería decir eso.

—No, no, Rhit…

—¡Ya vienen! ¡Los norteños vienen hacia acá! —irrumpió Isham en la tienda, su segundo al mando— Los tenemos casi encima, Ahmed.

Así fue cómo había comenzado su día: tranquilo, en el lecho de la mujer que amaba con toda su alma y ante la atenta mirada de la futura reina de Hitta. Los designios de la Diosa son inescrutables, ciertamente. Por suerte había dado una última orden a su segundo y amigo, gracias a la cual ahora ellas no sufrían su mismo destino.

Ahmed abrió los ojos por última vez a las afueras de Makkai. Tal vez un observador menos incisivo podría haber pensado que el príncipe hití agonizaba sobre la áspera arena de una de las muchas dunas de su reino, mas a día de hoy —y aunque por su clima pudiera parecer lo contrario— la ciudad pertenecía a los norteños. Ya empezaban ellos también a notar los estragos de la falta de agua.

Los abrió con calma, reconociendo el cielo estrellado sobre él. No era astrólogo, ni mago ni… ¿cómo se llamaban esos orgullosos pelagatos a sí mismos? ¡Ah, sí! ¡Maestros! Sabios en una ciencia que no servía absolutamente para nada. No, el hití no era nada de esas cosas, pero sí que sabía diferenciar en la bóveda celeste los luceros de su tierra: estaban preñados de unos vapores que les daban un aspecto borroso.

Si nos remontáramos apenas ocho milenios —su planetoide era ya una vieja antigualla—, y miramos los antiguos códices que narran el milagro de la Diosa encontramos la razón. Sólo se conoce una visita de Apaksha, y en la misma época se data el peor período seco de toda la historia. Los testimonios escritos relatan la enorme cantidad de muertes: por hambre, sed, infecciones… Tal debió ser el sufrimiento, que despertó la compasión en el congelado corazón de la Diosa. Cuentan también que se apareció entre nieve y efluvios con la forma de una silueta. A los norteños les encanta decir que los escritos no son exactos, que se trataba de una mujer de piel blanca como la nieve, pero claro, se consideran la raza divina de aquel pedrusco reseco… Pero en fin, ya fuera el calor o la compasión lo que derritió su gélido corazón, lo cierto es que comenzó a llorar.

Lloró hasta que no pudo llorar más, no le quedaban lágrimas ya. Tantas derramó que devolvió el agua a los mares, a los ríos y a los campos; y sus siervos —agradecidos y con fe renovada— cambiaron la palabra agua por el nombre de la Diosa.

Pero la historia no acaba ahí. Dice la leyenda que, envidiosas del amor de la Diosa por sus siervos, las celosas estrellas se habían embriagado del agua que había sido regalada al reino de Hitta, convirtiéndola en el desierto que ahora era. Por eso se consideraba su firmamento el más bello de la faz del pequeño planetoide B121: porque les habían robado el regalo de la Diosa y sus efluvios eran divinos. Y bueno, era de suponer que refranes como «tener la mano más larga que un hití» venían de ahí también. O de ahí, o de la mala fe de alguna norteña sesera.

Y a causa de ese legado, su pueblo aún pasaba muchas necesidades. La más vital, la falta de esa agua de la que las estrellas se habían apropiado. Los siglos les habían hecho hacerse a la aridez de las dunas, al frío nocturno, al agotamiento, a soñar con oasis en tiempos de sequía extrema. En Hitta llovía poquísimo, sí, pero ellos sabían aprovechar hasta la última gota. Muchos tuvieron que morir, mucha sangre se derramó y mucho genio se desperdició en las eras oscuras, pero al fin aprendieron: habían de conformarse con la compasiva lluvia anual de la Diosa, no habría más. Y los otros pueblos se desentendieron, estaban solos.

—¡Apaksha fue prometida! —gritó el sumo sacerdote a su pueblo, trayendo a Ahmed de nuevo a la realidad de un asesinato a sangre fría— ¡Apaksha será entregada y apaciguará la ira de la Diosa! Entregaremos el agua de la realeza, del único príncipe hití, y en agradecimiento por nuestro sacrificio Apaksha nos regalará de nuevo su jugo… Nuestra gente ya no morirá.

No pensó en que probablemente Apaksha, la Diosa acuática de aquel terruño, poco estaba interesada en la vida de Ahmed. O en su muerte. Tampoco pensó el sumo sacerdote en que era el único hijo de Quamar Un-Hassid, ni que a su muerte su pueblo quedaría huérfano sin monarca. No pensó en los propios makkíes, en que les mentía. En que seguirían muriendo porque la Diosa no se apiadaría de ellos: porque el pueblo estaba ciego a los desmanes que se cometían en latitudes más septentrionales, pero la Diosa lo veía todo. Y no habría perdón para tanto despilfarro.

Sólo pensó en Ahmed, ese hití malnacido que se llevó a su hija Margarita. Y sólo ese pensamiento fue necesario para guiar su mano y clavar en él el puñal de hielo.

Ahmed lloró, aunque estaba prohibido. Las lágrimas eran un desprecio al regalo de la Diosa, se lo había repetido tantas veces a su pequeñita Ára… Las gotitas saladas resbalaron por sus mejillas morenas y se perdieron para siempre en la arena dura. Lloró más de rabia que de miedo. Lloró porque era todo una gran mentira… y porque era lo único que él podía hacer, llorar con un carámbano clavado en el corazón.